Una pequeña critica a Cornelius Castoriadis

Una pequeña critica a Cornelius Castoriadis



Por: Renata V. Bartali Mondragón
 Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.


    

La institución es una red simbólica, socialmente sancionada, en la que se combinan en proporción y relación variables, un componente funcional y un componente imaginario. La alienación, es la autonomización y el predominio del momento imaginario en la institución, que implica la autonomización y el predominio de la institución relativamente a la sociedad. Marx sabía que “ el Apolo de Delfos era en la vida de los griegos un poder tan real como cualquier otro”. Cuando hablaba de fetichismo de la mercancía y mostraba su importancia para el funcionamiento efectivo de la economía capitalista, superaba con toda evidencia la visión simplemente económica y reconocía el papel de lo imaginario.

 Cuando subrayaba que el recuerdo de las generaciones pasadas pesa mucho en la conciencia de los vivos, indicaba también ese modo particular de lo imaginario que es el pasado vivido como presente, los fantasmas más poderosos que los hombres de carne y hueso, lo muerto que recoge lo vivo, como le gustaba decir. Y cuando Lukács dice, en otro contexto, retomando a Hegel, que la conciencia mistificada de los capitalistas es la condición del funcionamiento de la economía capitalista, dicho de otro modo, que las leyes no pueden realizarse más que “utilizando” las ilusiones de los individuos, muestra una vez más, en un imaginario específico, una de las condiciones de la funcionalidad. Pero este papel de lo imaginario era visto por Marx como un papel limitado, precisamente, como papel funcional, como eslabón “no económico” en la “cadena económica”. 

Esto porque pensaba poder remitirlo a una deficiencia provisional (un provisional que iba de la prehistoria al comunismo) de la historia como economía, a la no madurez de la humanidad. Estaba dispuesto a reconocer el poder de las creaciones imaginarias del hombre –sobrenaturales o sociales –, pero este poder no era para él más que el reflejo de su impotencia real. Sería esquemático y romo decir que para Marx la alienación no era más que otro nombre de la penuria, pero es finalmente verdad que, en su concepción de la historia, tal como está formulada en las obras de madurez, la penuria es la condición necesaria y suficiente de la alienación.

No podemos aceptar esta concepción por las razones que expusimos en otra parte: no se puede definir un nivel de desarrollo técnico o de abundancia económica a partir del cual la división en clases o la alienación pierdan sus “razones de ser”; porque una abundancia técnicamente accesible está ya hoy en día socialmente obstaculizada; porque las “necesidades” a partir de las cuales solamente un estado de penuria puede ser definido no tienen nada de fijo, sino que expresan un estado social-histórico. Pero, sobre todo, porque se desconoce enteramente el papel de lo imaginario, y, que está en la raíz tanto de la alienación como de la creación en la historia. 

Ya que la creación presupone, tanto como la alienación, la capacidad de darse lo que no es. Y no puede distinguirse el imaginario puro y simple, diciendo que el primero se anticipa una realidad que todavía no es dada, sino se verifica a continuación, y que sería primero necesario explicar en qué podría tener lugar esta anticipación sin un imaginario y qué le impediría extraviarse, lo esencial de la creación no es el descubrimiento, es más bien la constitución de lo nuevo, el arte no descubre, lo constituye; y la relación de lo que constituye con lo real, una relación con una seguridad  muy compleja, no es en todo caso una relación de verificación, en el plano social, nuestro interés central, es la emergencia de las nuevas instituciones y las nuevas maneras de vivir, ya que  tampoco es un descubrimiento, es una constitución activa. 

Estas instituciones en el cielo de las ideas, después de inspeccionar todas las formas de gobierno que se encuentran en él desde la eternidad expuestas y bien colocadas en sus vitrinas. Inventaron algo, que se mostró, es cierto, viable en las circunstancias dadas, pero también, a partir del momento en que existió, las modificó esencialmente –y que, por otra parte, veinticinco siglos o cien años después, siguió, estando “presente” en la historia. Esta “verificación” no tiene nada que ver con la verificación, gracias a la circunnavegación de Magallanes, de la idea de que la tierra es redonda –idea que de entrada, ella también, se da algo que no está en la percepción, pero que se refiere a un real ya constituido.

 Cuando se afirma, en el caso de la institución, que lo imaginario no juega en ella un papel sino porque hay problemas “reales” que los hombres no llegan a resolver, se olvida, pues, por un lado, que los hombres no llegan precisamente a resolver estos problemas reales, en la medida en que lo consiguen, sino porque son capaces de imaginarlo, por otra parte, que estos problemas reales no pueden ser problemas, no se constituyen como aquellos problemas que tal época o tal sociedad se da como tarea resolver, más que en función de un imaginario central de la época o de la sociedad consideradas. Eso no significa que estos problemas sean inventados pieza a pieza y que surjan a partir de la nada y en el vacío. Pero lo que, para cada sociedad, conforma problemas en general, es inseparable de su manera de ser en general, del sentido precisamente problemático con el que inviste al mundo y su lugar en éste, sentido que como tal no es ni cierto, ni falso, ni verificable, ni falsificable con referencia a unos verdaderos problemas, salvo en una acepción muy específica, sobre la cual volveremos.

Si se tratase de la historia de un individuo, ¿qué sentido tendría decir que sus formaciones imaginarias no toman importancia, no desempeñan un papel sino porque unos factores “reales” –la represión de las pulsiones, un traumatismo– había creado ya un conflicto? Lo imaginario actúa sobre un terreno en el que hay represión de las pulsiones y a partir de uno o varios traumas; pero esta represión de las pulsiones está siempre ahí, y ¿qué es lo que constituye un trauma? Fuera de los casos límite un acontecimiento no es traumático más que porque es “vivido como tal” por el individuo, y esta frase quiere decir aquí: porque el individuo le imputa una significación dada que no es su significación “canónica”, o en todo caso que no se impone ineluctablemente como tal 6. Asimismo, en el caso de una sociedad, la idea de que sus formaciones imaginarias “se fijan en imperio independiente en las nubes”, porque la sociedad considerada no llega a resolver “en la realidad” sus problemas, es cierta en el nivel segundo, pero no en el nivel originario. 

Pues esto carece de sentido si no puede decirse cuál es el problema de la sociedad que hubiese sido incapaz de resolver. Ahora bien, la respuesta a esta pregunta es imposible, no porque nuestras encuestas no sean lo bastante avanzadas o que nuestro saber sea relativo; es imposible porque la cuestión carece de sentido. No hay el problema de la sociedad. No hay “algo” que los hombres quieren profundamente, y que hasta aquí no han podido tener porque la técnica era insuficiente o incluso porque la sociedad seguía dividida en clases. 

Los hombres fueron, individual y colectivamente, ese querer, esa necesidad, ese hacer, que se dio cada vez otro objeto y con ello otra “definición” de sí mismo. Decir que lo imaginario no surge –o no desempeña un papel– sino porque el hombre es incapaz de resolver su problema real, supone que se sabe y que puede decirse cuál es este problema real, siempre y en todas partes el mismo (pues, si este problema cambia, estamos obligados a preguntarnos por qué, esto remite a la pregunta precedente). 

Esto supone que se sabe, y que puede decirse lo que es la humanidad y lo que quiere, aquello hacia lo cual tiende, como se dice (o se cree poder decir) de los objetos. A esta pregunta, los marxistas dan siempre una doble respuesta, una respuesta contradictoria de la cual ninguna “dialéctica” puede enmascarar la confusión y, en el límite, la mala fe: La humanidad es lo que tiene hambre. La humanidad es lo que quiere la libertad –no la libertad del hambre, la libertad sin más, de la que estarán muy de acuerdo en decir que no tiene, ni puede tener “objeto” determinado en general.

 La humanidad tiene hambre, es cierto. Pero tiene hambre ¿de qué? y ¿cómo?. Aún tiene hambre, en el sentido literal, para la mitad de sus miembros, y esta hambre hay que satisfacerla, es cierto. Pero ¿sólo tiene hambre de alimento? ¿En qué difiere, entonces, de las esponjas o de los corales? ¿Por qué ese hambre, una vez satisfecho, deja siempre aparecer otras preguntas, otras demandas? ¿Por qué la vida de las capas que, en todas las épocas, han podido satisfacer su hambre, o de las sociedades enteras que pueden hacerlo hoy, no ha llegado a ser libre –o se ha vuelto vegetal? ¿Por qué la saciedad, la seguridad y la copulación ad libitum en las sociedades escandinavas, pero también, cada vez más, en todas las sociedades de capitalismo moderno (mil millones de individuos) no ha hecho surgir individuos y colectividades autónomas? ¿Cuál es la necesidad que estas poblaciones no pueden satisfacer? Que se diga que esta necesidad es constantemente mantenida en la insatisfacción por el progreso técnico, que hace surgir nuevos objetos, o por la existencia de capas privilegiadas que ponen ante los ojos de los demás otros modos de satisfacerla –y se habrá concedido lo que queremos decir: que esta necesidad no lleva en sí misma la definición de un objeto que podría colmarlo, como la necesidad de respirar encuentra su objeto en el aire atmosférico, que nace históricamente; que ninguna necesidad definida en la necesidad de la humanidad.

 La humanidad tuvo y tiene hambre de alimentos, pero también tuvo hambre de vestidos y, después, de vestidos distintos a los del año pasado, tuvo hambre de coches y de televisión, tuvo hambre de poder y hambre de santidad, tuvo hambre de ascetismo y de desenfreno, tuvo hambre de mística y hambre de saber racional, tuvo hambre de calor y de fraternidad, pero también hambre de sus propios cadáveres, hambre de fiestas y hambre de tragedias, y ahora parece tener hambre de Luna y de planetas. Es necesaria una buena dosis de cretinismo para pretender que se inventaron todas estas hambres porque no se comía ni se jodía bastante. 

El hombre no es esa necesidad que comporta su “buen objeto” complementario, una cerradura que tiene su llave (que hay que volver a encontrar o fabricar). El hombre no puede existir sino definiéndose cada vez como un conjunto de necesidades y de objetos correspondientes, pero supera siempre estas definiciones –y, si las supera (no solamente en un virtual permanente, sino en la efectividad, del movimiento histórico), es porque salen de él mismo, porque él las inventa (no en lo arbitrario ciertamente, siempre está la naturaleza, el mínimo decoherencia que exige la racionalidad, y la historia precedente), porque, por lo tanto, él las hace haciendo y haciéndose, y porque ninguna definición racional, natural o histórica permite fijarlas de una vez por todas. “El hombre es lo que no es lo que es, y que es lo que no es”, decía ya Hegel.


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